
En los caminos iba siempre hablando de Dios y predicando a los compañeros de viaje. Y, cuando esto no era posible, se separaba del grupo y comenzaba a cantar himnos y cánticos religiosos. Cuando el Concilio de Montpellier, para diferenciarles de los herejes, prohibió a los predicadores católicos ir descalzos, Santo Domingo llevaba sus zapatos al hombro, y sólo se los ponía al entrar en pueblos y ciudades. Ninguna defensa llavaba en sus viajes contra el sol aun en lo más ardiente del verano, ni contra la lluvia o la nieve. Y, cuando llegaba a un pueblo con su túnica de lana empapadísima y le invitaban a que, como todos los demás, se acercase al fuego para secarse, él se disculpaba amablemente, yéndose a rezar a la iglesia. A consecuencia de lo cual solía estar lleno de dolores, en los que se gozaba. Sus mortificaciones eran continuas e inexorables. Su camisa estaba tejida con ásperas crines de cola de buey o de caballo, como declaran en su proceso las señoras que se la preparaban. Por debajo de ella tenía otros cilicios de hierro y, fuertemente ceñida a la cintura, una cadena del mismo metal, que no se quitó hasta su muerte. Con cadenillas de hierro también se disciplinaba todas las noches varias veces. No tuvo lecho jamás, y, cuando en sus viajes se lo ponían, lo dejaba siempre intacto, durmiendo en el suelo y sin utilizar siquiera una manta para cubrirse aun en tiempos de mucho frío. En los conventos, ni celda siquiera tenía, pasando la noche en la iglesia en oración en diversas formas: de rodillas, en pie, con los brazos en cruz o tendido en venia a todo lo largo. Para morir tuvieron que llevarle a una celda prestada. Parcísimo en el comer, ayunaba siempre en las Cuaresmas a sólo pan y agua.
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