domingo, 12 de julio de 2009

SANTA JUNA DE AZA (VII)

He aquí lo que pasó:
Don Félix, su marido, estaba lejos. Juana había quedado al frente de la casa. Digo Juana y digo D. Félix y no Félix porque el don aleja, y todos los personajes de esta historia, todos los miembros de esta familia, los vemos hoy lejanos y borrosos; todos menos Domingo, todos menos Juana. A éstos los sentimos cercanos. ¡Curiosa cosa que la santidad acerque! Curiosa, pero no extraña. Pedimos a los santos las cosas que nos hacen falta, nos acercamos a ellos en busca de ayuda y les contamos todo lo que nos pasa. Y esto no sucede sólo después de que han muerto. No, no; ahí tenéis a Juana de Aza. Mirad con qué confianza se acercan a ella los pobres, los débiles, los enfermos. Es verdad que saben, por experiencia y porque lo sabe todo el mundo, que aquella mujer domina el difícil arte de dar. Lo domina porque da, y lo domina porque porque da con gracia, con sencillez, sin duda con esa sonrisa que, según monsier Vincent-otro santo, Vicente de Paúl-, es lo único que hace perdonar al que da con ese privilegio que tiene el poder dar. Por tu sonrisa te perdonarán tu limosna: ¡qué honda intuición! No basta dar en efecto, sino que hay que dar con humildad, con sencillez, sabiendo que es siempre Jesucristo el que nos ve desde el pobre. Y también con alegrría, claro que sí, porque está escrito que Dios ama al que da con alegría, y porque la alegría se contagia, y acaso sea ese contagio de alegría el mayor que podemos comunicar con el pretexto y el vehículo de cualquier otro don palpable. Don palpable y, sobre todo, gustoso, que hablando de alegría, puede ser, por ejemplo, el vino.

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