Vueltos Acevedo y Domingo a Provenza y conociendo más y más los estragos de la herejía, que todo lo iba dominando, pues se servía de toda clase de armas, la calumnia, el incendio, el asesinato..., decidieron quedarse allí. La lucha entre herejes y católicos era sumamente desigual. Pues, además de que los herejes no reparaban en medios, tenían bandas de predicadores que iban por todas partes propagando su doctrina, por parte de los católicos, en cambio, sólo podían predicar los obispos o algunos delegados suyos; y algunos, muchos menos, delegados del papa, pero siempre, y entodo caso, con misiones muy concretas de tiempos y lugares. Además, los herejes apenas tenían otros dogmas que negaciones. Pero, en cambio, alardeaban de practicar a la perfección la moral evangélica y acusaban a la Iglesia de no practicar nada de lo que le enseñaba. Para esto se fijaban, sobre todo, en la forma como venían a predicarles los legados pontificios, que solían venir con grade pompa y boato, por creer que lo contario hacía desmerecer su autoridad.
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