A diferencia de los antiguos monjes, que alternaban la oración con el trabajo manual, los canónigos regulares debían dedicarse, más de lleno que a la vida contemplativa, al culto divino y a los sagrados ministerios; a éstos, sobre todo, los que para ellos eran especialmente dedicados. Domingo, pues, como subprior del cabildo y como sacristán, tendría a su cargo la enseñanza de la religión que en la catedral se daba; la predicación no sólo en la catedral, sino también en otras iglesias que del cabildo dependían; bautizar, confesar, dar la comunión, dirigir el culto, etc., todo ello junto con una vida de aprtamiento del mundo y de pobreza voluntaria, teniéndolo todo en común a imitación de los apóstoles.
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