Un grupo de obispos, al concluir el Concilio Vaticano II, se decidió a formular, entre otros, estos compromisos:
"Renunciamos para siempre a la apariencia y a la realidad de la riqueza, especialmente en los ornamentos, colores brillantes, galas ricas, insignias de materia preciosa, etc. Rehusamos ser llamados por los nombres y títulos que significan grandeza y poder, Eminencia, Excelencia, Monseñor. Preferimos ser llamados con el nombre evángelico de Padre"...
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